Los retos que le esperan a Francisco I en la Iglesia y en el mundo
El nuevo Papa está trabajando ya, cuando aún faltan dos días para entrar en el Cónclave y tres para la «fumata bianca». Sabe cuáles van a ser sus «deberes», y busca ya las personas adecuadas para formar un equipo leal. Necesita un puñado de valientes para una misión de alto riesgo durante los primeros cuatro o cinco meses, hasta que consiga cambiar al menos una parte de la maquinaria curial. Las prioridades identificadas en seis días de reuniones de cardenales equivalen a los trabajos de Hércules. Requieren una especie de «Superman» para llevarlos a cabo.
Hace falta un Papa que llame, inmediatamente, la atención del mundo, como hizo Juan Pablo II en 1978. Un Papa que conmueva los corazones de los católicos y de las personas de buena voluntad. Que envíe un mensaje fraterno a los cinco mil obispos y, al mismo tiempo, un mensaje de seriedad a los gobiernos de todo el planeta.
Hace falta un Papa que aplique una sacudida a la Curia en los primeros «cien días», y deje la casa en orden antes de salir, a finales de julio, hacia la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro. O hacia México para arrodillarse ante la Virgen de Guadalupe, Patrona de las Américas, camino de Río. Un gesto que electrizaría al Nuevo Mundo, el continente donde viven más de la mitad de los católicos del planeta.
«Por favor, acepte»
El panorama que se abre ante el nuevo Papa es abrumador, casi aterrador, y la primera idea que viene ahora mismo a la cabeza de cualquier papable sensato es la de no aceptar. Quizá para salvar la vida. El caso de Albino Luciani, Juan Pablo I, en 1978, está todavía fresco en la memoria. Aceptó una misión superior a sus fuerzas físicas y falleció al cabo de un mes de vestir de blanco. Su sacrificio no fue inútil, pues en aquellas cuatro semanas insufló tal humanidad al Papado que hizo posible la elección de Juan Pablo II.
El mismo peligro corrió Benedicto XVIen la primavera de 2005, aceptando el cargo con 78 años, dos ictus a las espaldas y un marcapasos que apuntalaba su maltrecho corazón.Los médicos le advirtieron que no podría dedicar a su tarea el esfuerzo físico necesario. Tendría que elegir entre recortar su actividad o, sencillamente, morir.
Los cardenales le habían encomendado asegurar la continuidad con el gran Pontificado de Juan Pablo II, quizá el más grande de la historia, y Benedicto XVI tomó decisiones muy amargas para no fallecer en pocas semanas. Espaciar las audiencias a autoridades y limitarlas a jefes de Estado o de Gobierno. Recibir a los nuncios tan sólo una vez cada cinco años. Poner fin a la costumbre de invitar gente a la misa de la mañana, a comer o a cenar, como hizo siempre Juan Pablo II. En definitiva, ahorrar cada miligramo de energía para evitar un desplome prematuro
El miedo de los papables es perfectamente comprensible. Por eso, los cardenales que les apoyan suelen pedirles que «si es elegido, por favor, acepte». Es lo mismo que los mejores papables han escuchado estos días de labios de amigos y de algún periodista: «por favor, acepte».
Transparencia
El primero de los «trabajos de Hércules» sobre la mesa del futuro Papa es la reorganización de la Curia vaticana. No es la tarea más importante, pero es la que va a darle más quebraderos de cabeza. Y no se puede retrasar más. Los desastres organizativos que han amargado los ocho años de Benedicto XVI pueden hundir también el próximo Pontificado.
Es urgente imponer niveles mínimos de transparencia y eficiencia que pongan fin a los amiguismos y las parsimonias. Las grandes diócesis de Europa y Estados Unidos funcionan muy bien pues mantienen esos criterios y cuentan con el trabajo de excelentes profesionales laicos, hombres y mujeres, que saben llevar los balances, administrar las propiedades, comunicar con los medios y proteger a los menores de edad.
Del próximo Papa se espera un cambio cultural «revolucionario» para la mentalidad italiana. Poner en cada puesto a la persona que conozca ese trabajo y lo haga bien. Cesar, en lugar de ascender, a quien cometa errores. Y promover una sana rotación entre la Curia vaticana y la «misión» en primera línea al servicio de las almas.
Los nombramientos en la Curia duran cinco años. Quien acumule dos quinquenios, o al máximo tres, debería volver por una temporada a su país o a otro para dedicarse a las personas reales, a la catequesis y a los sacramentos. Esa alternancia evita el riesgo de convertirse en «apparatchiks» de un sistema que a veces recuerda la etapa final de la antigua Unión Soviética, dominada por una gerontocracia egoísta y sin corazón.
El cardenal de Nueva York, Timothy Dolan, comentaba hace unos días a la CNN que «nosotros buscamos un Papa que nos recuerde a Jesucristo». Esto es lo fundamental. Según el exuberante purpurado americano, «le llamamos vicario de Cristo porque, cuando le vemos, nos eleva inmediatamente hacia cosas superiores, hacia las verdades eternas del hombre que se describió a sí mismo como la Verdad».
El «peligro americano»
A lo largo de la pasada semana, los cardenales han pedido de todo: «necesitamos un pastor», «una persona alegre», «un Papa de gran corazón»… Por no hablar de «un Papa que sepa comunicar con el mundo» o, repetidas veces, «un Papa capaz de gobernar la Curia». El mejor resumen de todos esos requisitos lo hizo un jesuita americano: «Los cardenales quieren a un Jesucristo con un máster en dirección de empresas». Algunos burócratas de la Curia, en cambio, desean un Papa dócil e incluso un Papa gris, que no les cree problemas, mientras que temen a uno enérgico.
Un «ritornello» de las últimas dos semanas, cuando vieron el peligro de un Papa americano, ha sido: «No hace falta un Papa sheriff sino un Papa pastor». En definitiva, alguien que no intente meterles en cintura y ponerles a trabajar. En medios curiales florece todo tipo de sabiduría sobre quién no debe ser Papa. Así, por ejemplo, el filipino Luis Antonio Tagle, de 55 años, no puede ser Papa porque es demasiado joven: «Necesitamos un Santo Padre, no un Padre eterno».
En cierto modo, el trabajo «previo» a este Cónclave comenzó el pasado mes de octubre durante el Sínodo de la Nueva Evangelización. Se estudió a fondo el modo de presentar de nuevo el mensaje de Jesús usando lenguajes nuevos y, sobre todo, el ejemplo personal. Benedicto XVI, el único que sabía que el Cónclave estaba cercano, hizo sus «deberes» nombrando por sorpresa seis nuevos cardenales –ninguno de ellos italiano ni europeo– para completar el total de 120 electores.
En continuidad con los debates del Sínodo, la primera idea que vino a la cabeza de muchos cardenales cuando recibieron la noticia-shock de la renuncia del Papa fue: «Necesitamos un Evangelizador en jefe». Hace falta un Papa «misionero», que vuelva a predicar por todos los caminos de la tierra y en todos los foros, los más prestigiosos y los más humildes. Tiene que ser alguien con los rasgos de San Pablo, además de los de San Pedro. Pero llevar el timón de la barca de la Iglesia es tarea imposible si un marinero está distraído, otro hace lo que le da la gana y el de más allá se preocupa sólo de sus ascensos.
A lo largo de dos mil años, el cristianismo ha movilizado poderosas energías para hacer el bien, desde los milagros de Pedro hasta los de Francisco o los de Teresa de Calcuta. Hoy en día, al frente de la mayor parte de las diócesis hay personas santas y valiosas.
Cúpula obsoleta
Hay también personas excelentes en la Curia vaticana pero, como organización, la cúpula de la Iglesia católica resulta obsoleta. Es una jungla de departamentos –más de un tercio innecesarios–, con demasiadas «cordadas» de peones leales a su mentor y demasiado «carrierista», un tipo de clérigo más preocupado por sus ascensos que por servir a los demás.
Desde el punto de vista de magisterio, Benedicto XVI bordó un Pontificado de oro. Pero en gobierno fue de bronce y, en comunicación con los medios, de barro. Nadie se lo reprocha, pues cada persona tiene sus límites físicos y Benedicto XVI supo elegir las prioridades adecuadas a su edad y sus fuerzas. Pero ha dejado tareas pendientes. Que ahora son los trabajos de Hércules de su sucesor.
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