P. Santiago Martín..
Los Episcopalianos -los anglicanos de Estados Unidos- se hunden. En diez años han perdido un 30 por 100 de sus feligreses. Un tercio de sus parroquias reúne a menos de 40 personas para la única celebración litúrgica que hace el domingo. Incluso 36 de sus catedrales no congregan ni a 200 fieles en el fin de semana. ¿Y esto por qué?
Si las cosas fueran según la lógica aparentemente aplastante que usa la gente, los Episcopalianos deberían tener los templos a rebosar. Tienen curas casados; desde 1930 aceptan los anticonceptivos; desde 1976 tienen sacerdotisas; desde 1989, obispas; desde el 2000 dejaron de considerar pecado el adulterio; en 2003 ordenaron obispo a un homosexual que vivía con su pareja; en 2006 aceptaron el matrimonio homosexual; en 2010 ordenaron a una obispa lesbiana activa y, por supuesto, son pro abortistas. Tienen, por lo tanto, todo aquello con que sueñan los curas, laicos y teólogos católicos más disparatadamente progresistas y, sin embargo, lo que no tienen son feligreses. Vuelvo a preguntar, ¿y esto por qué?
La respuesta a esta pregunta la dio, valientemente, el Papa la semana pasada en su reunión en Erfurt (Alemania) con los principales líderes luteranos de su país. Porque su ansia de acercarse al mundo les ha hecho alejarse de Dios, de su palabra, de su mensaje. Y el resultado es una bazofia tan nauseabunda que sólo a los que les gusta la basura les puede resultar apetecible.
Pero no hay que pensar que este es un problema de esa “Iglesia” solamente. Están igual los luteranos, los presbiterianos, los de la Iglesia Unitarista –la de Obama- y, por supuesto, los anglicanos de Inglaterra. Un estudio llevado a cabo entre las sacerdotisas anglicanas del Reino Unido, arroja las siguientes cifras: Un tercio no cree en la maternidad virginal de María, la mitad no cree que Cristo resucitó, otro tercio niega la Trinidad y una cuarta parte ni cree en Dios Padre ni en el Espíritu Santo.
Y a eso es a donde nos quieren conducir a nosotros, los católicos. De hecho, aunque estemos aún muy lejos de esos extremos, en estos años hemos recorrido ya una parte del camino. Si se hiciera un estudio serio y anónimo entre el clero, ¿cuántos admitirían creer en el infierno e incluso en la vida eterna? ¿cuántos creerían en los cuatro dogmas marianos? ¿cuántos en la infalibilidad del Papa? ¿cuántos en la presencia real de Cristo en la Eucaristía? La deriva de la Iglesia hacia el protestantismo –con signos evidentes no sólo en dogma y moral sino en la liturgia y hasta en la arquitectura, como quitar el sagrario de los templos y ponerlo en capillas laterales-, ha sido frenada por la valiente actitud de los últimos Papas, pero el peligro no ha pasado ni mucho menos. Dentro hay fuerzas tan poderosas que pugnan por precipitarnos al abismo. Tan poderosas como las que hay fuera. Porque ambas proceden del mismo enemigo. Pero a éste siempre termina por pisarle la cabeza la Santísima Virgen. Por eso los amigos del enemigo insisten tanto en atacar a María. Saben lo que hacen, pero no prevalecerán.